SANTO DOMINGO
Jueves 25 de febrero
 
Muy temprano, desayunamos con Iván y Lorena.
Preparé todo, me despedí de Iván, con un “hasta pronto” que ambos sabíamos que no sería tan “pronto”.
La llevé a Lorena hasta el banco. Cuando nos despedimos, su rostro estaba bañado en lágrimas y yo estaba haciendo un esfuerzo para mantenerme “entero”.
Habíamos convivido diez maravillosos días, compartiendo alegrías, secretos y preocupaciones. Los Ponce, todos, me regalaron recuerdos indelebles que me acompañarán siempre.
Partí rumbo a Quito y lo pasé de largo.
No fue fácil. Cuando lo “bordeaba”, me perdí. No tenía idea donde estaba.
En una autopista de 6 carriles, no es fácil detenerse a preguntar.
Vi una camioneta detenida, a lo lejos.
Allí me paré. Pregunté.
El hombre, muy amablemente, me dijo: “Siga hasta la ‘ye’ y tome el camino de la izquierda. Ambos lo llevan a Aloag, pero no vaya por el valle, el de la derecha...”
“¿Es más largo o tiene cuestas?”, le pregunté.
“No –me dijo- con el vehículo suyo, entra y no sale... es peligroso”.
Y eso que eran las 10 de la mañana... me imagino, de noche...
Seguí por la izquierda... muy a la izquierda... totalmente a la izquierda.
Pasé Aloag y empecé a trepar la montaña.
Una cosa interesante. Después de una curva, entré en un banco de neblina. Muy densa. Increíblemente densa.
No fue mucho. Tal vez algunos cientos de metros. Pero de una densidad, diría, anormal.
Luego se aclaró todo, bruscamente.
Y ahí me di cuenta.
No era neblina. Era una nube. Adosada al cerro.
Había “perforado” una nube, tal como cuando despegan los aviones en un día nublado.
Y no era tanta la altura. Serían unos 3000 ms. Pero esa nube loca, me permitió vivir una experiencia nueva.
Antes de llegar a Santo Domingo, volví a ver las caídas de agua. Bellísimas. Entre la densa vegetación, aparecen como surgidas de la montaña. Son un verdadero espectáculo.
Llegué a Santo Domingo a la tardecita y le llamé a Jorge Cherres.
Me estacioné en el mismo lugar (cerca de la policía) donde lo hice cuando pasé hace algunos días.
No fue fácil hallar el lugar. Ninguna ciudad, cuando uno no la conoce, es fácil para entrar o salir. Además, llovía de una manera que hubiera sido la delicia de Noé.
Jorge me pasó a buscar y fuimos, en su auto, hasta el Hotel Huacachay, a tomar un café.
Los jardines de ese hotel son, no sólo hermosos, sino exuberantes. Es difícil imaginar como el verde y el colorido de las flores pueden llenar cada espacio, sin dejar resquicios.
Luego, fuimos a su farmacia, donde conocí a su joven esposa.
Me llevó hasta un supermercado a comprar víveres y luego nos despedimos.
A descansar.
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