CAMANÁ
En Perú, los peajes son razonablemente mas accesibles que en Chile. Sólo 2 dólares por tramo. Claro que, a los 500 metros, algún pozo te recuerda que SOLO pagaste 2 dólares.
Es como jugar al Pacman, pero al revés. Hay que esquivar los cuadraditos, en vez de comérselos.
Aquellos que no sean unos insensibles, que tengan imaginación y creatividad, pueden disfrutar muchísimo de este camino.
Al oeste, el mar, con su inmensidad y su movimiento constante. Al este, una montaña, alta, majestuosa que, cada tanto, tiene importantes desprendimientos de rocas que parecen montañas hijas.
Y al frente, el camino. Un camino preñado de millones de hoyos de diferentes formas y tamaños.
Hay hoyos de forma de mariposas, de forma de medias lunas, de forma de copa de árboles, de forma de elefantes... más aún, había uno, no solo de forma de elefante, sino también del tamaño de un elefante... Un verdadero desafío para la imaginación... ¡una belleza!
Más, aún. Por allí apareció un cartelito que decía “Cuidado. Zona de Arenado”. ¿Y esto, de que se tratará? –pensé.
Al salir de la siguiente curva, me di cuenta.


 
Arena sobre la ruta. Pero, mucha arena.
Tanta, que había que adivinar donde estaba la ruta.
“Andá despacio –me dijo Clementina-, acordate que no tengo frenos...”
“Tranquila... tranquila... tendré cuidado...” –contesté, y bajé la velocidad a 30 km.
Luego, la arena creció en cantidad y en altura. Tanta, que solo había espacio para un vehículo. Afortunadamente, el tránsito era casi nulo.
En un lugar había un cartel risueño: “No adelantar”. ¿Y por donde me iba a adelantar?



Apenas cabía Clementina.
Fueron pocos kilómetros, pero verdaderamente fue un dolor de amígdalas o de algún otro órgano de nombre esdrújulo.
En un pueblo llamado Camaná, busque alguien que me reparara los frenos.
Así llegué al establecimiento don Jhon Colquehuanca Solo, el afamado Taller Automotriz de Frenos y Embragues “Jhomar”.

 
Le purgaron los frenos.
Clementina y su ninfomanía, felices.
Esta vez, logró que fueran dos los hombres, debajo suyo. Uno, de cada lado.

 

Me hice tiempo para pasar a saludar a los rotarios locales.



Seguí. Diez kilómetros más adelante, me estaba acordando de la mamá de don Jhon, pues los frenos volvieron a desaparecer. Empecé a viajar lentamente.
A esa velocidad, apenas pude llegar a Chala, cuando comenzaba a anochecer.
 
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