PABELLON DE PICA
Me despedí de Mario, por teléfono y salí a la ruta.
Todo parecía andar bien. Parecía, nada más.
A los pocos kilómetros, Clementina se salió de punto. No tiraba y cascabeleaba.
Me bajé a revisarla. Tenía el distribuidor totalmente suelto.
Aunque lo apreté, una vez que la detuve, ya no anduvo más.
Estábamos en un lugar desolado, pero, a lo lejos, se veía un galpón o algo así.
La sensación de frustración era inmensa.
Clementina me miró y, con un poco de soberbia, me dijo: “Viste que te puedo... ¿Por qué no me gritás ahora?...”
Me dieron ganas de prenderle fuego... recurrí a toda mi tolerancia... “Poderme vos... las tumbas etruscas, me podés... ya vas a ver lo que hago con vos...” y cerré todo diálogo.
En realidad, no tenía ni idea sobre lo que iba a hacer.
Hice mil pruebas, pero el distribuidor giraba loco y era imposible solucionarlo.
Como una hora después, se detuvo una Hiundai Accent, con don Juan Carlos Machuca Torres, a bordo.
Don Juan Carlos, de 40 años, de Santiago pero trabajando en las minas de Chuquicamata como mecánico de camiones de tracción, se bajó y, juntos, tratamos de hacer algo. ¡Imposible!
Me dijo que buscaríamos ayuda en los galpones que se veían a lo lejos.
Allí fuimos.
Ninguna ayuda encontramos. Era una posada para camioneros. El lugar de llama Pabellón de Pica. Nos prestaron una linga para tirar a Clementina.
Juan Carlos me remolcó con su 4x4 y allí quedé tirado. Al menos, en un lugar habitado y con una posada al alcance de la mano.
Empecé a consultar a los camiones que paraban, de tanto en tanto.
Simpático el tema. Los camiones paraban a descargar combustible. El combustible quedaba en grandes tachos, en el interior de un cobertizo. Rara transacción, aparentemente “non sancta”.
Finalmente, al anochecer, uno de los camioneros aceptó trasladar a la Clementina a bordo. Se trataba de José Barrientos, de Santiago, 48 años, que trabaja para Transportes Rappel y llevan mercadería para Ripley, La Polar y Falabella, de Santiago a Iquique. Vuelven vacíos. O casi.
Pactamos un precio. Un afano. Se aprovechó de mi necesidad, pero no tenía otra solución. Tuve que aceptar.
Cenamos. Pagué yo, porque a partir del momento que aceptó llevar a Clementina, no metió su mano en el bolsillo, ni para rascarse un... muslo.
Cargar a Clementina, fue toda una historia. Obviamente, no había rampa, ni nada parecido.
En una cuesta cercana, metió el camión al costado de la ruta y, con unas escaleras metálicas que le “alquilé” por us$ 20 al chofer de un “mosquito”, logramos meterla dentro del camión.
De ancho, cabía justo. No le sobraban más de 30 cm del lado del conductor, que me permitían entrar con mucho esfuerzo.
Le propuse atarla, pero me dijo que, en velocidad y con el freno de mano, era suficiente.
¿Suficiente? Las tumbas etruscas... ¡suficiente!
Ya verán porqué.
Partimos, muy tarde.
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