GUAYAQUIL (retrocediendo)
Viernes 26 de febrero
 
Temprano, tipo 6, desayuné y partí hacia Guayaquil.
Ya al arrancar, noté que Clementina no andaba 10 puntos.
“¿Qué te pasa, ahora?”, le pregunté.
“No sé. Tengo como una tosecita... mirame los cables de bujías, por favor...”, contestó suavemente.
“De acuerdo... tratá de llegar hasta Quevedo... y ahí paro”, le dije.
Seguimos, con ciertas dificultades, hasta Quevedo.
Paré en la Toyota. Obviamente, el jefe de talleres, me miró con cara de: “Y para que me trae este zarzo, si no es Toyota”.
No me la recibieron. Y tampoco tenían cables adecuados para cambiárselos.
Pero en la misma playa de estacionamiento, le moví un poco los cables de bujías, cambiándoles los lugares de apoyo.
¡Funcionó! Al menos eso creí.
Antes de partir, le pregunté a un policía motorizado, por donde salía hacia Guayaquil.
 
“¿Va a ir por Babahoyo o por El Empalme?”, me consultó.
“No sé... indíqueme usted...”, le pedí.
“Veamos... El Empalme es por acá derecho... pero tiene que pasar por la cárcel y los barrios de por ahí no son seguros... Y para salir por Babahoyo, es complejo y se va a perder...”. Meditó unos segundos y me dijo “Sígame... yo lo voy a guiar...”.
Salimos por El Empalme. Me guió no menos de 5 o 6 kilómetros y luego se despidió.
Seguí la ruta. Pasé a través de un pueblo muy pintoresco, Balzar.
La ruta es, a la vez, la calle principal. Una calle larga, amplia, con buena actividad comercial y, a su vez, atravesada por un río caudaloso.
Debe tener unos 20.000 habitantes. Se lo ve limpio, prolijo, ordenado y muy lleno de colores.
Entre Daule y Palestina, a unos 10 km antes de llegar a Animas, me detuve a comer algo. Aproveché para desagotar los tanques de Clementina, pues la zona era totalmente desolada y había muy poco tráfico.
Luego de un descanso de 15 minutos, decidí continuar.
¿Continuar? ¡Las tumbas etruscas, continuar!
Triste sorpresa es estar en una ruta desolada, sin ningún signo de vida alrededor, sobre una banquina blanda y con campos inundados alrededor, y descubrir que Clementina no arranca.
Ni un atisbo de ruidito. El motor de arranque muerto.
¡Y yo también!
Miré alrededor... como a quinientos metros habían unas casas.
Dejar a Clementina sola, no era seguro. Quedarme allí, tampoco. Además, nada iba a solucionar sin ayuda.
Cerré todo con llave, me encomendé al Señor y empecé a caminar.
Cuando me arrimé a las casas, que estaban en una hondonada, fui recibido por los hostiles ladridos de varios perros.
Después de los mosquitos cuando pican, los perros cuando ladran, son los animales que menos me gustan. Especialmente, cuando uno es el objeto de los ladridos.
Junté el poco valor que tengo y pasé entre ellos hasta la puerta.
Un hombre gordo, de unos 45 años, me había estado observando, desde el interior.
Pregunté donde podía conseguir un auto “carro” o una camioneta que me “jalara”.
“¿Carro”? Por acá no tenemos “carros”... en la tardecita iré en bicicleta al pueblo... tal vez alguien quiera ayudarlo....”, me contestó.
Volví camino a la Clementina, con un gusto amargo en la boca. Se me agotaba la única posibilidad de ayuda.
Estuve haciendo señas a cuanto vehículo pasaba por la ruta.
Por supuesto, nadie paró.
La desazón era grande. No me imaginaba durmiendo en medio de esa desolación. Además, tenía la extraña sensación que había cometido un error al alertar a esos lugareños sobre lo que me pasaba.
Como un par de horas después, vi un grupo de hombres caminando, a lo lejos, en dirección hacia mi.
Sentí una suerte de satisfacción al saber que la incertidumbre llegaba a su fin.
O me desvalijarían y allí terminaba todo o les pediría ayuda y, tal vez, se solucionaba todo.
Afortunadamente, se dio la segunda alternativa.
El hombre con quien había hablado, buscó unos vecinos y venían a empujarme.
Apenas la movieron y Clementina arrancó. Agradecí, les dejé 20 dólares “para la Coquita” y seguí viaje, conciente que ya no podría parar.
Llegué a Guayaquil con el combustible justo. No podía cargar porque me exigirían para el motor y luego no arrancaría.
Obviamente, di mil vueltas tratando de encontrar algún lugar que me orientara (Guayaquil es muy grande y extendido).
Agotada la instancia de mi capacidad de ubicación, le llamé a Pancho Narváez y le pedí que me orientara. Me guió hasta cerca del Estadio del Barcelona, donde me quedé dando angustiantes vueltas (por la falta de combustible) a una rotonda, hasta que apareció.
Ver la cara amigable y sonriente de Pancho, fue una sensación tan agradable como cuando, de niño, veía la cara de mi madre en un momento de dificultades.
Me sentí seguro y protegido. Abrazarle fue un bálsamo para mi angustia.
Me guió hasta su casa. Estaba sola, pues Martha y sus hijos habían viajado a Miami, para que Marisabel tenga allí a su bebé, a principios de abril.
Me bañé y me puse a trabajar en Internet, mientras Pancho se volvía a su oficina.
Como a las 7 volvió. Llovía a cántaros. Fuimos a una ferretería a comprar algunas cosas que necesitaba para una construcción que está haciendo en su casa y luego nos fuimos a cenar.
El lugar elegido fue el Gran Hotel Guayaquil. Comimos “seco de chivo”, comida típica regional. El hotel, moderno y confortable, tenía su restaurante trabajando “a full”. Totalmente lleno y con mucha vida. Un grupo musical, amenizaba con viejos boleros. Un segundo restaurante del hotel, el “1822”, sorprendentemente, estaba totalmente vacío. No había nadie. Y Pancho me contó que siempre era así. El “1822” debe ser la cantidad total de comensales que han tenido desde que lo inauguraron, hace 60 años, a razón de 3 por mes.
Volvimos y Pancho me invitó a que nos “bajáramos” una botella de Santa Julia de Zuccardi.
Fuimos a un recinto que tiene sobre el río Daule, en los fondos de su casa, al que llama “La Pérgola” Puso en funcionamiento su “home-theater, un equipo de avanzada.
Tan de avanzada es que la última palabra, después de los “5.1” (5 parlantes y un sub-woofer), son los “7.1”. Bueno, el de Pancho es “9.1” y está esperando que aparezcan los decodificadores de DVDs adecuados, que le permitan aprovechar, al máximo, su innovación.
Realmente, estar en “La Pérgola”, todo confort y elegancia, agradable aire acondicionado, viendo videos de “Time-Life” de los Plateros de los años 60, con un Santa Julia en la mano y rodeado de un río, en cuyas márgenes opuestas se ven todas la luces de Guayaquil, me hizo lamentar que Pancho no fuese una voluptuosa rubia de ojos celestes.
 
Sábado, 27 de febrero
 
Hoy me desayuné con un terremoto violento en Chile. Grado 8.8 Richter. Dice la TV que hay más de 80 muertos. Lo usual es que las primeras estimaciones se multipliquen varias veces, por lo que me tiene muy preocupado.
Traté de tener noticias de Mendoza, pero no hay nadie conectado.
De todas maneras, leí Los Andes y el MDZ y parece que no hay grandes problemas.
Como a las 10, Pancho “jaló” la Clementina y, juntos, partimos a un electricista.
En un rato, mientras tomábamos un café en un boliche cercano, le repararon el burro y, de allí, la llevamos al “Gran Escape”, para cambiarle la junta del múltiple.
Mientras la reparaban, nos fuimos a almorzar a “El Gato Pontevejero”, un restaurant típico de Puente Viejo, donde acabamos con un ceviche de conchas negras, con salsa prieta, que es maní tostado molido con esencias, que se come con “maduros, bananas dulces. El lugar es muy agradable, con sus paredes escritas con simpáticos recuerdos de los comensales.
Retiramos a Clementina y nos fuimos a descansar.
Para mañana hemos programado un viaje a Salinas, unas playas cercanas, donde Pancho tiene un departamento.
 
Domingo 28 de febrero
 
Temprano, desayunamos y partimos hacia Salinas.
Fuimos en el Honda de Martha. Un auto estable y de un andar increíble.
Llegamos en poco más de una hora. Salinas es una típica ciudad de playa. Según mi amigo, últimamente ha perdido cierta exclusividad que tenía y se ha hecho demasiado popular.
Especialmente, después que el gobierno actual, la declaró provincia independiente. Es una ciudad razonablemente cuidada, de características muy turísiticas.
El departamento de Pancho es un lujoso semipiso con vista al mar, agradablemente decorado por Martha.
Frente a un espejo de su sala, se destaca una maqueta de un barco velero, totalmente hecho a mano, hasta en sus más mínimos detalles, por un fallecido amigo de Pancho. Una joya de artesanía, cuya construcción debe haber demorado meses o años.
Me llevó, luego, a una base militar que se encuentra en el extremo más occidental del Perú, en una zona llamada “La Chocolatera”.
Cuando entramos, había un gran cartel que decía “Academia Militar Gral Eugenio Espejo”. A más de la coincidencia con mi querido LMGE, la cosa me dejó pensando en las diferencias que nos separan de este querido Ecuador, donde las instituciones se respetan y, más aún, se hacen crecer en total armonía. Tendríamos que mandarles a los Kirchner, para que hagan un curso de convinvencia y que aprendan que sumar es mejor que restar y que multiplicar es mucho mejor que dividir.
Como dije, ese peñón, “La Chocolatera”, es el punto más al Occidente de Latinoamérica, de manera que me tomé una foto allí y, en ese momento, era la persona que estaba más al Este de toda Latinoamérica. Un poco lo que ocurre en Key West, al Sur de Estados Unidos, cuando uno está detrás del famoso mojón, con forma de misil.
Volvimos y terminamos almorzando en el Club de la zona. Allí conocí a Hobart Muletón, un amigo de Pancho, quien lo había vinculado a la Gerente Nacional de Marketing de General Motors, para que gestionara un auspicio.
Un lugar abierto, sobre el mar, con buena comida y confort.
Luego de almorzar, Pancho me invitó a hacer windsurf.
Me reí. “El agua... sólo para tomarla y ducharme... más de una bañera, empieza a aterrorizarme”, le contesté.
Fue a buscar su parafernalia y allá partimos.
Unos kilómetros y estábamos entrando a otro club, con un pequeño golfo de aguas tranquilas.
Armó su tabla, con una vela espectacular de 8 ms, y se largó a navegar.
Insistió en que, aunque sea lo siguiera en un bote a motor que lo acompañaba. Yo insistí en que estaba loco.
Verlo salir del “golfito” tranquilo y adentrarse mar adentro, ya no tan tranquilo, hasta transformarse en un pequeño punto en el horizonte me producía una tremenda ansiedad.
Se lo veía caerse... y, con un esfuerzo de titanes, volver a subir a la tabla, levantar la vela y seguir peleando contra los vientos.
Para practicar este deporte, en un mar agresivo, preñado de peligros (a pocos kilómetros pululan los tiburones), se necesitan un par de atributos viriles de los que yo, no lo duden, carezco en absoluto.
Luego de 3 horas, retornó a la “base”. Venía con otro amigo, Oriol “Loquillo” Guevara, que como su apodo indica, está tan loco como Pancho.
Los tres nos fuimos a la confitería del club a tomar unas cervezas y picar algo. Discurrimos sobre temas políticos y me interiorizaron de muchos aspectos desconocidos de la realidad ecuatoriana.
Desde allí, fuimos a un mercado artesanal con la intención de comprar algunas “piedras” de Tagua. La Tagua es un fruto que endurece como piedra y que los artesanos locales tallan, haciendo piezas muy lindas.
Es tan duro, que le llaman “el marfil vegetal”. Tiene manchas achocalatadas y, una vez pulidas, parecen verdaderamente marfil.
No las encontramos en bruto, que era lo que buscábamos.
Volvimos a Guayaquil.
 
Lunes 1 de marzo
 
Hoy hubiera cumplido años mi  padre. Vaya para él mi público y agradecido recuerdo.
En la mañana, llevamos a Clementina a repararle la rueda trasera derecha que hacia un ruidito, mezcla moledora de café con bombardeo en Irak.
El mecánico de Pancho, un brasilero simpático que dirige su taller desde atrás de un escritorio. Quedó en desarmar amortiguadores, para la tarde.
Pancho volvió a su escritorio y yo llevé ropa al lavadero y me fui a un Centro comercial cercano a almorzar y trabajar en Internet..
Como a las cinco, pusimos proa al mecánico. Allí estaba Clementina, con sus ruedas desarmadas. Había que cambiarle los 4 rulemanes traseros y, al menos, un amortiguador.
Algunos características simpáticas de Ecuador. Tienen una gran influencia norteamericana. Festejan Halloween, las medidas de la ropa y calzados es la americana, ofrecen la Coca Cola de 16 onzas, miden su peso en libras, la gasolina la venden en galones, usan electricidad de 110 voltios y la moneda oficial es el dólar. ¡Eso sí! Es un país “socialista”.
Pancho me dio hoy una malísima nueva. Nuestro amigo Kléber Vaca, el dueño de MAVESA, no había encontrado atractivo el canje de su auspicio por la publicidad del diario La Hora. Una instancia perdida.
 
Martes 2 de marzo
 
Hoy cumple años Iván Ponce, el grande de Ibarra. Le llamaré para saludarlo.
Despues de desayunar, partimos al mecánico, que nos dio las muestras del amortiguador y los rulemanes.
Es innecesario decir que pasamos toda la mañana buscando repuestos. Los rulemanes, con gran esfuerzo, los conseguimos. Los retenes, no. Y los amortiguadores, ni pensarlo.
Volvimos. El brasilero se comprometió a hacer alguna adaptación.
Pancho me llevó a conocer algunos lugares típicos. Uno de ellos sobre un cerro, con una gran construcción, inicialmente destinada a un restaurante y actualmente tomada por el gobierno para actividades estatales, permite ver, con claridad “La Puntilla”, lugar donde vive Pancho.
La Puntilla, se llama así, porque es una zona delimitada por la unión de dos ríos, el Daule y el Babahoyo, que originan el río Guayas.
Ver la ciudad de Guayaquil desde las alturas, es un espectáculo inimaginable.
Compramos, en otro mercado artesanal, las famosas “taguas” que buscábamos. Se las llevaré a Virginia, mi asistente, que es escultora. Tal vez se le ocurran cosas y las aproveche.
Fuimos luego al Malecón y lo recorrimos en una buena extensión.
Ví allí una modificación de un viejo mercado metálico, diseñado por el Ing. Alexandre Eiffel (el mismo de la torre parisina), actualmente transformado en un espacio de artes. Evidentemente, Don Eiffel hacía maravillas con los “fierritos”. El lugar es lindísimo.
Pancho habló con Bilma Dávila, la gerente de General Motors. Ella no descartó el auspicio, pero dijo que tenía que solicitarse con un año de antelación, pues el 2010 ya estaba todo programado.
Con este semi-rechazo, morían todas las esperanzas de continuar hacia el Norte.
Deben ustedes imaginar lo duro del golpe.
Había logrado superar la “mitad del mundo” y nada tenía a mi alcance para continuar recorriendo la otra mitad.
Esta noche me está costando conciliar el sueño. No dejo de pensar en tanto esfuerzo perdido.No ha sido fácil llegar hasta aquí. Tengo mis suprarrenales secas, de tanta adrenalina utilizada, y todo para nada.
Me imagino la desilusión, el desencanto, la frustración, de mis hijos, de mis compañeros, de todos los amigos que me han estado “empujando” hacia la meta.
Trataré de dormir... La angustia es grande...
 
Miércoles 3 de marzo
 
Fuimos a buscar a Clementina. Quedó bien. Me separé de Pancho que se volvió a su oficina y me fui a su casa.
Me encerré en mi habitación y pasé la tarde imaginándome mil soluciones, todas utópicas. Hasta pensé en seguir, por tierra, en ómnibus y completar, así, la travesía.
Obviamente, fui descartando, una a una, todas las posibilidades.
Me fui al fondo de la casa... sobre la baranda que da al Daule... tomé la decisión final... me volvería a Mendoza... pero trabajando... trabajando con la misma decisión con que empecé.
Tan pronto esté allí, empezaré la planificación para reiniciar, desde el comienzo, una nueva travesía.
Tengo, ahora, ciertas ventajas que no tenía al comenzar.
He adquirido una experiencia imprescindible para deambular estos caminos. Diría que, de cada ciudad que he tocado, me han quedado amigos identificados con esta cruzada y con sus objetivos. Conozco la idiosincrasia de los países que recorrí y debo admitir que en el “balance de sumas y saldos”, me ha quedado un gran rédito espiritual y un buen bagaje de conocimientos. He sembrado semillas y, muchas de ellas, están germinando. ¡Sí! ¡Volveré a intentarlo! Espero tener las fuerzas y la salud, necesarias.
Lebe (Luis Eduardo Burbano) me llamó y me invitó a la cena del Rotary Club Guayaquil, el decano de Ecuador.
Fuimos esa noche con Pancho. En la charla que di, sólo traté de justificar el fracaso de la travesía y dar las razones por las que no podía completarla.
¡Craso error!
Si me había propuesto continuar trabajando en el objetivo, no debería haber desperdiciado un auditorio para hablar de la travesía, sino que debería haberlo aprovechado para seguir sembrando semillas sobre su objetivo.
No volveré a equivocarme.
 
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